Trump, el gran dinamitador de la hegemonía de EE UU
El país que abanderó en buena medida el multilateralismo se retrae ahora en sus fronteras, se desdice de sus compromisos y zancadillea a sus socios


Durante milenios, el proceso ha sido siempre el mismo. Un imperio, un centro de poder, podía caer con rapidez o gradualmente, fruto de su descomposición interna o por factores ajenos: una invasión, una catástrofe natural. Pero nunca porque su líder decidiera dinamitar su hegemonía a conciencia. Y, sin embargo, es lo que el estadounidense Donald Trump parece estar haciendo: reventar el orden mundial a pesar de que este le da ventaja.
Abronca y castiga a sus aliados. Se burla de países africanos de los que no ha oído hablar. Se aproxima a toda velocidad a un país adversario, Rusia, mientras presume de que su líder, Vladímir Putin, puede haber engañado a todos sus predecesores pero a él no: “A mí no me ha mentido nunca”, se ufana. El regreso de Trump a la Casa Blanca ha puesto el mundo al revés. El multilateralismo que dotó al planeta de un sistema de reglas y procedimientos se encuentra en la UCI, después de que el presidente estadounidense haya anunciado la salida de su país de instituciones “injustas” o “corruptas” como la Organización Mundial de la Salud, la Comisión de Derechos Humanos de la ONU o el Acuerdo de París contra el cambio climático.
Estados Unidos, el país que abanderó en buena medida ese multilateralismo, se retrae ahora dentro de sus fronteras y se desdice de sus compromisos. Pone zancadillas en forma de aranceles a los socios que le apuntalaron como primera potencia; su equipo se entromete en las elecciones europeas en favor de los grupos de extrema derecha; él vacía de contenido la OTAN al poner en duda el principio de la defensa mutua. Y, sin embargo, elogia su buena relación con China y describe como “un genio” a Putin, mientras reprende ante las cámaras de televisión a su aliado ucranio y presidente de un país invadido por Rusia, Volodímir Zelenski.
A pesar de que ya ha habido numerosos momentos de la historia en los que EE UU ha antepuesto abiertamente sus intereses a los de la comunidad internacional, algunos expertos subrayan que el país fue uno de los impulsores del multilateralismo. “A lo largo de la mayor parte de su historia contemporánea, Estados Unidos ha construido un mundo en el que la soberanía territorial es sacrosanta, las grandes potencias compiten por influencia y riqueza pero no por suelo”, sostiene John Owen, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Virginia. “Es un mundo de normas e instituciones multilaterales, de economías interdependientes, donde se favorecen las democracias liberales. Desde la II Guerra Mundial, Estados Unidos ha creído que ese mundo beneficiaba sus intereses nacionales. Pero ahora esa percepción parece haberse ausentado de la Casa Blanca”.
La propia Administración estadounidense confirma este punto de vista. “El orden mundial de posguerra no solo está obsoleto… Es ahora un arma que se usa contra nosotros”, declaraba en enero el secretario de Estado, Marco Rubio, en su audiencia de confirmación en el Senado.
Una visión antigua como el mundo
La visión de Trump del mundo, en el fondo, es la que ha imperado durante siglos, y que comparten también Putin o el presidente chino, Xi Jinping. Owen la resume así: “Las grandes potencias negocian sobre todo entre ellas y cierran pactos sobre fronteras y otros asuntos, y los países pequeños deben asumir esas decisiones”.
En el caso del presidente estadounidense, a esa visión —que bien hubieran podido firmar el canciller Metternich en Viena o el príncipe Talleyrand en París, en los albores del siglo XIX— se le suma un muy contemporáneo nacionalismo extremo, condensado para su público en los eslóganes Make America Great Again (MAGA, Hagamos a Estados Unidos Grande de Nuevo) o America First (Estados Unidos primero).
En la combinación también entra un concepto muy mercantilista de las relaciones internacionales, combinado con un pasado de promotor inmobiliario que le hace percibir a Gaza como una mera parcela en la que construir “la Riviera de Oriente Próximo”. O exigir a Ucrania derechos de explotación de sus recursos naturales como pago por la ayuda que la Administración demócrata entregó sin condiciones. En este caso, el republicano exhibe, una vez más, ese concepto de que los débiles, los pequeños, no pueden ni protestar: “Ucrania no tiene las cartas [para ganar en una negociación]”, repite una y otra vez.
Tanto tienes, tanto mereces, seas teórico aliado o supuesto enemigo mortal. Hasta rozar la crueldad o la displicencia: en su discurso ante ambas cámaras del Congreso el pasado martes, Trump se burlaba de un pequeño país africano beneficiario de las ayudas al desarrollo estadounidenses: “¿Quién ha oído hablar de Lesoto?”
“Hay un impulso muy materialista y transaccional que se despliega en casi cada aspecto de su política”, opinaba en una reciente charla con periodistas Charles Kupchan, del think tank (laboratorio de ideas) Consejo de Relaciones Exteriores.
Su obsesión personal es quedar siempre por encima. Ganar de forma aplastante. El proceso para conseguirlo debe ser rápido. Se buscan logros veloces, que le permitan cantar victoria y pasar a otra cosa, en perjuicio de lo que pueda ser más conveniente a largo plazo. Sin empeñarse demasiado en nada: si algo no da resultado, se cambia de postura y se declara victoria igual. “Estamos viendo muchas decisiones tácticas que no tienen una estrategia clara”, apunta Jeff Legro, catedrático especialista en Relaciones Internacionales de la Universidad de Richmond, en videoconferencia.
Esta semana, el presidente revelaba que ha escrito una carta a los líderes iraníes en la que ofrece un diálogo sobre el programa nuclear de ese país, siete años después de haber dinamitado el acuerdo JPOAC de 2015 entre Irán y las potencias mundiales, trabajosamente negociado durante años para impedir que Teherán pudiera desarrollar armamento nuclear. También ha impuesto aranceles del 25% para los productos de Canadá y México, solo para aplazar la mayoría de ellos 24 horas después ante el bajón de las Bolsas y el alza de las voces en contra. Y, tras haber arremetido contra Ucrania y haber elogiado a Putin en varias ocasiones, el viernes amenazaba a Rusia con sanciones y aranceles para presionarle a sentarse en la mesa de negociaciones de paz con Kiev.
Pero, de primeras, el primer mensaje siempre es de presión. De romper lo que hay. Lo dejaba claro en su discurso del martes ante ambas cámaras del Congreso, donde volvía a repetir su interés por el canal de Panamá. Hablaba Trump del derecho a la autodeterminación de Groenlandia, la isla bajo control de Dinamarca —los suspiros de alivio en ese momento en Copenhague se oyeron hasta en Washington—, pero de inmediato volvía a las andadas para subrayar que Estados Unidos se hará con ese territorio “de un modo u otro” porque “lo necesitamos”: fin del alivio en la capital danesa.
Reunión clave
La semana próxima llegará una gran prueba de fuego para la estrategia de Trump. El equipo formado por su secretario de Estado, Marco Rubio, y su consejero de Seguridad, Mike Waltz, se verán en Arabia Saudí con una representación del Gobierno ucranio. Zelenski habrá visitado el país árabe inmediatamente antes, como parte de su despliegue diplomático para recabar apoyos internacionales. Tras una semana de incertidumbre sobre el futuro de las relaciones entre Washington y Kiev, y después de que la Administración Trump cancelara su ayuda militar y de inteligencia al aliado, de esa reunión pende el que se logre un pacto de alto el fuego y se normalice el vínculo entre los dos gobiernos. O que el presidente estadounidense ceda a sus impulsos en favor de Rusia, con quien reconocía el viernes que le es más fácil entenderse.
Los socios europeos aguardan expectantes. De esa reunión puede depender también el futuro de la relación de la Administración republicana con el bloque aliado, que se ha volcado esta semana con Zelenski, y la propia OTAN.
“Es posible que Trump utilice las tácticas de acoso para alcanzar metas específicas, pero que no recurra a acciones destructivas sistemáticas o acabe pactando un mal acuerdo con Putin sobre Ucrania”, escribe Dan Fried, antiguo responsable de la política hacia Europa en tiempos de Barack Obama y ahora en el think tank Atlantic Council. “Pero la ausencia de una visión panorámica internacional basada en valores, y la aparente fijación en el poder puro y duro y en una composición mental en la que, si uno gana, otro tiene que perder, advierte de la posibilidad de peleas con los amigos y de malos acuerdos con los adversarios”.
Desde luego, algo se ha roto en el matrimonio transatlántico tras 80 años de idilio. La decisión europea de rearmarse y de dotarse de 800.000 millones de euros para ello, o el discurso televisado del presidente francés, Emmanuel Macron —”quiero pensar que EE UU estará de nuestro lado… pero tenemos que estar preparados si no es así”, dijo—, son algunas de las pruebas más tangibles.
Y, sobre la visión imperial de Trump, la Administración republicana también debería tener cautela. Las grandes potencias pueden repartirse el mundo en esferas de influencia pero, según recuerda el profesor Owen, a lo largo de la Historia “también ellas se han enfrentado entre sí en guerras, libradas en un sistema mucho menos regulado”.
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